martes, 22 de octubre de 2013

Alejandro Solalinde

Charla en Amnistía Internacional
Tuve, esta tarde y por casi 45 minutos, la oportunidad de conocer personalmente a Alejandro, el padre Solalinde como popularmente se le conoce. Gracias a la gente buena de Amnistía Internacional y al entrañable amigo Nico Castellano, he podido conocer a una persona que, además de gran creyente, es un auténtico profeta actual para el género humano.
Más alla de la sencillez de sus gestos, me ha conmovido que es de esas personas junto a quien el tiempo pasa velozmente. Además uno tiene la sensación de haberle conocido hace mucho tiempo. La cercanía entrañable debe provocar estas magias.
Hablamos de los que hacemos. Sobre la inmigración. Esa suerte de correrías que los pobres tienen que hacer en muchos lugares del mundo con el fin de sobrevivir. Y esta supervivencia a un alto precio. De cada 100 que intentan pasar de Centro-América a la gran América, sólo llegan 30 y la mayoría de estos son devueltos. La otra cifra -da miedo reconocerlo- forman parte de las estadística de los asesinados por las mafias, muertos en el tren o simplemente acaparan un trocito de tierra en algún cementerio o cuneta de gran país -muy corrupto, me dice- que es México.
Además de su trabajo -colaboración lo define- junto a otro montón de paisanos, es un hombre de una fe profunda. Su Obispo no le asigna ningún cargo pastroal porque él no quiere entrar en una parroquia a costa de dejar su vida en el albergue de inmigrantes. Su vida no requiere trabajo, toda ella es una militancia en pos de los Derechos Humanos y el Reino de Dios. Expresión, esta última, que continuamente brota de su boca al hablar del dolor y la esperanza desde los pobres. Dice no ser religioso ("de esos que rezan, que pasan tiempo con el rosario o dormitan con la liturgia de las horas..."), pero sí se considera una persona con profunda fe. Me corrige cuando, hablando de nuestra experiencia, denomino a alguien como "no creyente". Si lucha y se preocupa por los otros, los pobres, es profundamente creyente, aunque no sea religioso.
Repasamos nuestras pertenencias eclesiales y coincidimos totalmente. La Iglesia, confirmamos, es nuestra familia y de esta uno no se marcha nunca. Aunque no estemos de acuerdo en todo. Ilusionado con el papa Francisco, cree que tiene por delante una obra monumental para que su función y la comunión que preside sea al estilo de Jesús.
Esta Iglesia, a quien cuesta reconocer como madre -mayormente visibilizada por varones-, no siempre es sacramento. Entre otras cosas, precisamente, por esa varonilidad que rompe la igualdad del género humano. Pero, me dice con rotundidad, la "mujer", ella siempre es "sacramento". No cabe duda.
Dolido con la jerarquía eclesial, compartimos también el dolor y desolación por esos silencios clamorosos ante los derechos pisoteados y vapuleados continuamente de los más pobres. Últimamente de los migrantes.
Después, en la conferencia pública, ante la pregunta de un jóven: "¿qué podemos hacer por colaborar con usted en México?", ha contestado categóricamente: "ayuden a los inmigrantes de lavapies, el estrecho o Lampedusa".
Realmente ha sido un encuentro sorprendente y refrescante de esa mística de la que el pasado domingo, en la celebración en San Carlos Borromeo hablábamos: mirar profundamente la realidad, anteponiendo a todo la persona, el respeto al otro, incluso a quien pueda sentirse nuestro enemigo.

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