miércoles, 23 de diciembre de 2020

Me ha tocado la lotería...

Me ha tocado la lotería. Si amigos y amigas, me ha tocado. Tantos años participando, tanta inversión hecha, tantos anhelos proyectados… y por fin ha caído mi número. Y, además, se han debido conjurar los astros porque resulta que llevo montón de papeletas del mismo número.

Si, compañeras y compañeros, os escribo para comunicaros que estoy Feliz, me ha tocado la lotería… 

Ahora veremos si soy capaz de organizar bien el reparto…

La lotería me tocó esta mañana, cuando tomando un café con una madre que lleva más de 70 días con la luz de su casa cortada -en la Cañada Real- me contaba cómo había preparado -en la oscuridad del amanecer y con mucho frío- el traje de tul que su pequeña luciría en la fiesta del cole. Cómo, ante la pregunta de su hija de cuatro años: -mama ¿porqué este año no has encendido el árbol de Navidad? - ella valiente y con una gran dignidad la ha contado un cuento sobre cómo ilumina más aquello que se presiente entre tinieblas. Me tocó la lotería al comprobar la fuerza que esta mujer proyectaba sobre quienes escuchábamos su relato en medio de la desolación y dificultades por tantos días sin energía eléctrica. Y, además, sonreía al contar la cara de sorpresa de su criatura. 

Me volvió a tocar la lotería cuando compartí la mesa con los chicos de casa tras una turbulenta mañana. Tras una discusión -donde acabaron a mamporros- fueron capaces de sentarse en una misma mesa y compartiendo un plato caliente, intentar sopesar en qué se había sobrepasado cada uno. Si los mamporros nunca solucionan nada, menos contra quienes compartes la vida y el futuro, incierto, pero lleno de ilusiones y deseos. Me tocó la lotería al experimentar cómo, en una mesa compartida, los tortazos pueden ser transformados en respeto y ocasión de ponerse en el lugar del otro.

Me tocó la lotería cuando, a media tarde, en la maravillosa soledad del despacho parroquial, atrincherado como estaba con todas las persianas bajadas, una mujer insistió -porque tenía hambre- tocando el timbre y me hizo dejar mis etéreas cavilaciones y abrir la puerta. De la desesperación por no tener que comer acabamos hablando de lo divino y lo humano. De la necesidad que tiene este mundo de “decrecer” y ser más solidario. De cómo ella, me contaba, sufría más por no poder dar de comer al vecino hambriento que por no poder llevarse un mendrugo a su propia boca. Me tocó la lotería al comprobar, una vez más, el ejemplo que siempre da quien menos tiene.

Y así transcurría la tarde, escuchando el alborozo de aquellos a quienes el boleto de lotería había agraciado con dinero y descorchaban botellas de champan. El sorteo continuaba y volvió a sonreírme la suerte.


Me volvió a tocar la lotería, esta vez en una mujer menuda, jubilada, que había atravesado Madrid en transporte público para entregarnos un pequeño dinero de su exigua pensión que este mes, indicaba alborozada, era doble por la paga extra. Una mujer zamorana criada en Galicia que, buscando mejoras para su vida, acabó recalando en el Madrid de la postguerra. Contaba que no entendía cómo algún ser humano -y enfatizaba: menos un español- podía poner problemas a las personas que necesitaban moverse entre ciudades, países y continentes en busca de mejoras para su vida. Que en su vida, desde pequeña, sus mayores la habían hablado de lo bueno que era mezclarse, viajar. Que cuando estos viajes y mezclas son fruto de la imperiosa necesidad de asegurar la vida propia y de los tuyos, entonces migrar no sólo es un derecho sino un canto a lo mejor del genero humano. Vaya lotería escuchar a esta mujer. Sin gran formación universitaria, pero con un sentido común tan lógico y honesto que sentí cómo la sonrisa de la lotería volvió a aparecer en mi rostro. Otro premio, y no de los últimos pequeños, había aparecido en mi vida.

 

El sorteo toca su fin. Los últimos números, como perezosos, iban apareciendo. La tarde oscura y nubosa se atrincheraba en el barrio. Las farolas apenas llegaban a alumbrar el paso de la acera y el rocío empapaba a todo aquel que osaba pasear.

Se barruntaba las últimas posibilidades de ser agraciado. Casi no quedaban números ya por aparecer.

 

Yo había quedado con un grupo de amigos y amigas con quienes, de vez en cuando, nos juntamos a leer colectivamente el Evangelio, compartir la cena y achucharnos. Esto último no lo pudimos hacer, pero si que estuvimos dejando resonar, en la incertidumbre que cada una vivimos y en medio de mil batallas en las que andamos enredados, esa llamada a la confianza y la alegría que el relato pone en boca de María, la de Nazaret. 

 

Menudo premio me llegó al final.

Poder conversar intentando que la Buena Nueva de Dios empape mi vida. Cuando el bombo de los premios parecía ya vacío, volvió a salir mi número, me tocó la lotería y la invitación a la Esperanza se hizo más evidente, más posible, más verdadera.

Como veis, me ha tocado la lotería y quería compartirlo con todas vosotras y vosotros.

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