Llevamos tres días a los pies de
la cama hospitalaria del “capitán”. A sus 74 años y con una metástasis
diagnosticada el pasado mes de diciembre, arrebata ya los últimos alientos de
vida después de ser sedado hace tres días.
El Capitán es una persona
peculiar, compleja. Con una desconfianza a todo lo que a su alrededor se mueve.
Tanto es así que, incluso ya hospitalizado (casi ha cumplido 2 meses en un
centro de paliativos), no cesaba de mover la cabeza cuando escuchaba algún
ruido o alguna voz que él presumía no debía estar junto a nosotros.
Casi la mitad de su vida se la ha
pasado privado de libertad. Aún hoy pende jurídicamente sobre su existencia un
montón de años de condena que, la enfermedad y su propio proceso personal, han
hecho no tener que pagar.
Es verdad que estos 20 años de relación no han sido siempre fáciles
ni sencillos. Seguramente por mi prepotencia al pensar que tenía respuestas
para todos los retos que su compleja vida planteaba. Quizás también por su
dureza que transformó en una
inquebrantable fidelidad y en un empeño de que nadie me pudiera dañar.
Esa dureza en la fidelidad le hacía a veces “atropellar” a las personas que nos
rodeaban.
La última vez que vino a vivir con nosotros sólo le puse una condición: que
ejerciese de “abuelo”. Que no pretendiese educar a los otros chicos -mucho más
jóvenes que él- con quienes compartíamos la casa y la vida. Y es verdad, ha
funcionado. Se lo ha currado. No hay más que ver el cariño con el que le
visitan y, todos y todas juntos, estamos aquí acariciando sus hinchadas manos y
no dejándole sólo ni un minuto. Cuando siembras cariño recoges cariño. Eso, al
menos en esta última época de su vida, ha sido así.
Al capitán (en casa había otra
persona de su edad a quien llamamos el abuelo, y era la manera de distinguirlos
por que encima los dos tienen el mismo nombre) le conocimos estando preso y el
Magistrado al que le correspondía resolver sobre sus permisos nos habló de una
persona que debía salir de permiso, aunque fuese un día.
Lo organizamos todo, desde la
Asociación APOYO, para pasar el día en las Lagunas del Campillo, en Rivas. Un
grupo grande de amigos a los que él no conocía, un montón de peques, una comida casera… un sábado precioso parecía…
Lógicamente aquel plan no parecía el más deseable para una persona que llevaba
casi 15 años seguidos en prisión, sin visitas ni permisos. El buen hombre aguantó y, a partir de ese día
agridulce, se fraguó una relación que nos ha traído hasta aquí.
En el silencio de esta magnifica
habitación hospitalaria, escuchar ya sólo su débil respiración conmueve. Una
persona tan engreída, con tantas acciones en su vida que le hicieron dilapidar
su existencia, con un convencimiento “taleguero” de lo que es la fidelidad para
con quienes le habíamos ofrecido una mano, le han convertido (y no es blanquear
en absoluto una vida tormentosa) en una persona sujeto de conmiseración. No se
arrepintió de lo hecho (seguro que el buen dios le da una achuchón lleno de
misericordia) pero si ha habido algo que le torturaba, en esta última etapa de
su vida: el bien que no hizo o las oportunidades desaprovechadas de haber podido
vivir de otra manera.
Estar expectante ante un
desenlace vital no es sencillo. A pesar de las muchas muertes que hemos
acompañado, no curten estas experiencias.
Sin embargo, pensar cómo podemos
querer vivir, qué necesaria es la confrontación personal, la capacidad de
asumir errores… situaciones que ya él no podrá remendar, pero que nos deja como
legado a quienes -a pesar de la tristeza y vicisitudes de nuestra vida- venimos
detrás.
Me quedan las últimas palabras
que nos dijo el sábado: SER FELICES.
Como memoria, como homenaje y
como sabiduría vital, nos hemos de empeñar en ello.
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