Acabo
de llegar de la sede del SAMUR Social del Ayuntamiento de Madrid. El
espectáculo es tenebroso. Ralla lo esperpéntico. Revela lo inhumanos que, como
sociedad y colectivos, podemos llegar a ser.
La realidad parece desbordar cualquier documental que se pudiera prever sobre la pobreza y exclusión en la capital de un país al que algunos denominan “primer-mundista”, en una Europa claramente capitalista, tremendamente deshumanizada y deshumanizadora.
La realidad parece desbordar cualquier documental que se pudiera prever sobre la pobreza y exclusión en la capital de un país al que algunos denominan “primer-mundista”, en una Europa claramente capitalista, tremendamente deshumanizada y deshumanizadora.
Todo
en la misma acera de dicha institución, ya que el nuevo gobierno municipal, en
cuanto llegó, utilizó el enverjado del edificio para no permitir que las
personas abandonadas y sin acogida pudieran permanecer, al menos, al cobijo del
soportal que franquea la entrada a dicho edificio.
La
situación que nos encontramos es la siguiente:
- Dos familias grandes, de 6-7 personas, que llevan aquí
afuera –en la calle, sobre la acera- dos y tres días.
- Una pareja de personas de mediana edad que llevan tres días
en calle; la mujer está enferma y ayer estuvo en urgencias.
- Otra familia más, a la que conocemos desde hace días y que
hemos podido acoger, se acaba de ir ahora después de llevar aquí desde las 9 de
la mañana y no haber conseguido -ni siquiera- ser atendida porque no tienen
traducción en su idioma.
Ahí
se encuentran recluidos entre la verja, su pobreza y la indiferencia, un hombre
diabético que hace días no toma su imprescindible medicación. Una mujer, con su
criatura, que da vueltas y vueltas a unos papeles desvencijadas. Otra mujer,
enferma, que clama en distintas ocasiones al seguridad de la verja que la deje
entrar al baño. La respuesta es que no le llega la autorización para permitirla
el paso al baño. Unos niños que, inocentes, le dicen a un ángel vecino que
aparece por ahí si les puede bajar algún cuento infantil para hacer más liviana
la noche. Todos sobre el suelo. Teniendo como único escudo para el previsible
frescor nocturno una mantas térmicas que dicho ángel vecino se encarga,
altruistamente, de repartir entre estas víctimas silenciosas.
Paralelo
a este camastro colectivo, en la misma calle con la misma acera, los turistas,
transeúntes y trabajadores de dicho organismo –que salen de turno- se trasladan
de un lugar a otro de forma impertérrita, como si el drama paralelo a sus
andares no tuviera nada que ver con su existencia.
Y la
vida pasa. Como pasa el tiempo, como pasan las calamidades –espera quien las
sufre-.
Le
proponía esta tarde al Concejal responsable de los pobres en Madrid que
debieran proclamar “situación catastrófica municipal” ante lo que está
ocurriendo. Pero ¿de quién será la responsabilidad? Mi experiencia me recuerda
que cuando algo es de todos, las posibilidades de su descuido son mayores. No
es esto un canto –en absoluto- a la propiedad privada. Es la constatación de nuestras responsabilidades personales –y también colectivas- de quienes conocemos esta realidad. Y desde luego de quienes, voluntariamente,
pretenden no conocerla.
Decido
marchar, no sé hasta dónde puedo llegar. A dónde debo llegar?
Recojo
a esa familia acogida en la parroquia que llevan desde las 9 de la mañana sin ser atendidos por nadie y emprendo el viaje a mi coche. Me topo,
casi sin darme cuenta, con ese magnífico monumento que es la basílica de San
Francisco el Grande. Cuánta luz, junto a vidas tan apagadas. Cuánto espacio
vacío junto a lugares tan inhóspitos. ¿Que diría aquel pequeño trasto de Asís ante
esos templos tan desalmados por no estar a disposición de los pobres? ¿Qué diría
el tal Jesús al comprobar, escandalosamente, que
“A esta hora exactamente,
Hay
un niño en la calle....
¡Hay
un niño en la calle!”
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