Quizás sean las palabras más difíciles, hasta la fecha, que he escrito.
Pasados ya los momentos de las primeras emociones en la despedida inmediata a
mi padre; en medio de unas fechas que nos imponen la fiesta y la alegría; con
las incertidumbres de seguir preguntándome –y preguntando al buen Dios- ¿por
qué?... os expreso mis sentimientos ante la despedida, de nuestro padre Luis,
vuestro amigo, vecino… y de todos: maestro.
Nos hablaba la primera lectura, del libro de los Hechos (10,34a.37-43),
acerca de la misión de quienes venimos detrás, quienes seguimos caminando por
este mundo: “… predicar al pueblo…”. Predicar no es sólo -ni principalmente-
“hablar”. Predicar supone escuchar, callar, escudriñar la realidad y vivir
conforme a aquello que creemos. Si algo nos ha dejado mi padre, precisamente,
es su prédica. Un discurso ayuno de palabras, sin grandes argumentaciones
teóricas. Su estilo de vida: sencillo, cargado de amabilidad y pasión en
agradar a los otros, especialmente a los más pequeños… Ese esmero diario en
hacer un castillo de arena, que cronificaba sus estancias en la playa de Daimus.
Que cada día fuese distinto y, a la vez, preocupado por los pequeños detalles.
Afán que le llevaba a reconstruir continuamente esa escalera torcida, esos
churretes de arena descompuestos o esa entrada pequeña que no dejaba, después,
a sus pequeñas ayudantes colocar las princesas de colores que embellecían, aún
más, esas efímeras obras de arte. Como Pedro recuerda a sus amigos y amigas la
historia de Jesús, también nosotros tenemos la obligación vital (esa que nos
liga al otro) de recordar a mi padre desde esta capacidad que nos brindó:
hablar con el silencio del servicio, del ponerse a disposición de la felicidad
del otro… Eso es lo que en esta tarde estamos celebrando. La Resurrección no es
un concepto etéreo que no sabemos explicar. La resurrección es una experiencia
que atraviesa nuestra vida haciendo presente a quienes pasaron por este mundo
haciendo el bien y ya no están físicamente entre nosotros. Pero su
resurrección, como la del mismo Jesús, es esa certeza no demostrable
empíricamente de que mi Padre, como tanta otra buena gente, nos guía e ilumina
desde ese lugar atemporal al que llamamos cielo. Como bien sabe su nieto
pequeño cada vez que miremos al cielo y veamos una estrella, es su señal, como
aquella que alumbró a los Magos de Oriente para encontrar el pesebre donde
nació Jesús.
Quiero quedarme, esta tarde, en el detalle de las “vendas”, que el
Evangelio de Juan (20,1-9) muestra insistentemente. ¿Qué son esas vendas de las
que nos habla este Evangelio? Es la memoria. Esta no se puede borrar porque
entonces, como diría el amigo Luis García Montero, “sólo queda la mentira”.
Hacer memoria de mi padre es intentar vivir como él nos enseñó –con su vida- a
vivir.
· Preocupado de lo pequeño, de aquello que parece no tener valor y,
dependiendo de en qué manos encontrarse, ser imprescindible para la tarea.
¿Recordáis los palitos de madera de los polos de helado? Una miniatura nimia,
pero imprescindible para la construcción de sus castillos de arena. O de los
motores viejos y desechables de las lavadoras. ¿A quién se le ocurriría
almacenarlos? Fijaros, una pieza fundamental en el río de los preciosos belenes
que, junto a sus amigos, nos hicieron disfrutar durante tantos años en su
querida parroquia. La preocupación por lo pequeño, por aquello insignificante a
los ojos del poder –cualquiera que este sea- puede convertirse en un canto a la
vida, a la belleza, al disfrute… Si en nuestro mundo fuésemos capaces de cuidar
lo pequeño, de aquellos cuyo mundo capitalista desecha… no sólo el mundo seria
un lugar más habitable, sino que para quienes creemos en el Dios de Jesús, sería
la confirmación de estar actuando como Él nos invitó.
· Disfrutar, disfrutando. Quien no
recuerda esas pasiones que mostraba en hacernos felices con su propia
Felicidad. Nuestra Felicidad era causa de la suya. Los viajes, para los que no
había pereza ni escasez de tiempo. Las partidas de cartas, fuese el juego que
fuese, con contrincantes buenos o mejorables. Esa continua disposición a jugar
al futbol, echar unas petancas o preocuparse de sus compañeras veraniegas de
gimnasia en la playa. O aquellas largas jornadas pre-reyes en la tienda de
electrodomésticos donde además de trabajar profusamente siempre se ocupaba de
que todos comiésemos o hubiera bebidas para cercanos y lejanos. O recordar
aquellas mañanas de frío invierno en las que acudía a ver a su nieto mayor
jugar al fútbol cargando un termo de caldo “con unas gotitas de coñac” que él
mismo había preparado para los pequeños jugadores y sus familiares.
· Amar, amando… como si fuese un continuo aprendiz adolescente en esta tarea
tan profunda y delicada como es el Amor. No sólo que estaba “embelesado” con mi
madre -a quien quiso tanto como fue capaz de decirla en sus últimas palabras-
sino a todos aquellos con quien se cruzó en nuestra vida. Amor que ejerció en
esas funciones paternales en la crianza de su nieta pequeña. Amor que brindó a
su nieta mayor sintiéndose orgulloso “con ella” de ir de compras –cosa que
odiaba- y recorrerse tiendas para encontrar aquello que buscaban. Amor que le
hizo crear playas en tierra secana, en Cadalso, con arena de playa, para
construir castillos a su nieto pequeño en el frío invierno de la sierra
madrileña. Pero además un amor, al estilo del Dios de Jesús, que no conocía
razones biológicas pero sí razones del corazón. A cuantos chicos de nuestras
casas: expresos, con problemas con las drogas, migrantes… ofreció su cariño,
siendo acogido por estos como abuelo y quienes han llorando su partida, como
unos nietos más, desde la distancia. Amar no desde equidistancias estériles, sino
desde el servicio, la cercanía y la entraña más profunda. Ese Amor que
construye humanidad y lugares habitables.
Estos retazos de la vida son aquellas vendas que los discípulos
encontraron, en el suelo, cuando fueron a buscar al Jesús muerto y Resucitado.
María fue la primera que advirtió que el mismo Jesús había resucitado:
“llegó y vio la losa corrida” dice el texto del Evangelio de Juan. Como María,
desde la certeza de buscar a Jesús entre los muertos y encontrarle Resucitado,
así nosotros nos unimos a ese canto del Salmo (117): “Éste es el día en que actuó el
Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo” , no porque el dolor por la marcha de
Luis se haya extinguido, cuanto por la convicción de que su memoria es
vivificadora en nuestro caminar y en la existencia que a cada uno de nosotros nos
quede en este Mundo.
Dice un poema de Mario Benedetti: “Me queda tu sonrisa dormida en mi
recuerdo y el corazón me dice que no te olvidaré”. Pues que la sonrisa de mi
padre, su sentido del humor y del amar, sea esa huella indeleble en el corazón
de cada uno de nosotros que nos haga no olvidarle jamás.
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