Acaba de morir, tras una rápida enfermedad, Andrés el médico
de familia que hace ya muchos años nos atendía en casa y a quien conocimos por la casualidad de habernos tocado en el ambulatorio del barrio. Es evidente que no
tengo saber alguno para verificar su amplitud científica, pero sí puedo afirmar
que como señala el primer principio del “juramente hipocrático” este médico de
familia ha consagrado su vida al
servicio de la humanidad.
En ocasiones esos principios, y lo que señalan, se quedan en
el abstracto de las buenas intenciones. O, a lo más, en aquellas actuaciones de
personajes heroicos y extraordinarios a quienes el imaginario social reconoce
sus grandezas.
Sin embargo este doctor precisamente ha puesto de relieve –a mi entender- esa consagración desde la ocupación y preocupación por lo cotidiano de las personas. Aquellos tormentos médicos que, en muchas ocasiones –como él mismo me decía-, eran la tapadera de verdaderas tragedias personales, sociales y comunitarias que nos estaban tocando vivir. Desde el entretenimiento con la abuela, a quien le dolía más la ausencia de sus nietos que el escozor en el ojo que decía padecer; o el enfermo de corazón que le requería continuamente medicamentos más baratos porque llevando tanto tiempo en paro no podía hacer frente a ellos; o el emigrante “a quien habían expulsado de la seguridad social por ser pobre” que siempre encontraba una rendija burocrática y humanista para poder ser atendido de sus dolencias, muchas veces ausencias…
Sin embargo este doctor precisamente ha puesto de relieve –a mi entender- esa consagración desde la ocupación y preocupación por lo cotidiano de las personas. Aquellos tormentos médicos que, en muchas ocasiones –como él mismo me decía-, eran la tapadera de verdaderas tragedias personales, sociales y comunitarias que nos estaban tocando vivir. Desde el entretenimiento con la abuela, a quien le dolía más la ausencia de sus nietos que el escozor en el ojo que decía padecer; o el enfermo de corazón que le requería continuamente medicamentos más baratos porque llevando tanto tiempo en paro no podía hacer frente a ellos; o el emigrante “a quien habían expulsado de la seguridad social por ser pobre” que siempre encontraba una rendija burocrática y humanista para poder ser atendido de sus dolencias, muchas veces ausencias…
Estas acciones concretas, reconocibles y habituales son las
que hacen reconocer, en esta tarde de pena y despedida en su fallecimiento, a
la buena persona y excelente profesional de la medicina pública que hemos
tenido el orgullo de conocer y que nos ha tratado en nuestras dolencias de todo
tipo: sanitarias, psicológicas y hasta espirituales. Esto es desempeñar mi arte con conciencia y
dignidad, como obliga ese juramento al que antes hacía referencia.
Esa lucha por lo público que le hacía mantener la tensión
entre el cumplimiento de las ordenes políticas: “consultas rápidas, de poco tiempo” y la delicada dedicación a quien
tenía al otro lado de la mesa escuchando atentamente, sin prisas, dedicando todo
lo mejor que él pudiera ofrecer en esa atención. Defender lo común no sólo como
apuesta ideológica, sino como manera eficaz y eficiente de “tener
absoluto respeto por la vida humana”, aunque esta no viniese envuelta en
papel couché o avalada por bienes económicos o culturales. Esos, los que mandan
y a veces nos joden la vida, pedían no hacer muchas pruebas por su coste
económico. Sin embargo, nuestro médico, no dudó un momento en utilizar los
recursos existentes para diagnosticar, aminorar o curar los efectos de
cualquier enfermedad fuese esta grave o liviana.
Cuantos muchachos de casa, que murieron por sida, cáncer,
sobredosis, abandono... encontraron además de un buen profesional una persona
amigable que, con su sola atención, era capaz de tranquilizar, animar y
fortalecer en momentos delicados y de esos que muchas veces provocan miedo y
angustia.
Como todas las muertes, el vacío que notaremos en el pasillo
del ambulatorio será grande. Esa trinidad que formaron el doctor Albertini (ya
jubilado) y la doctora Ortiz, que flanqueaban a nuestro doctor, quedará siempre
en nuestra memoria. Pero esta tarde, frente a este mar Mediterráneo por el que
tanto paseó junto a su querida Concha, sé que nos queda su mirada. Esa que provocaba paz, porque era sincera. Sus apretones de mano, porque la fuerza que
ponía en cada intento por curar eran
luchas sin cuartel contra todo aquello que no respetase la vida. Su tiempo, la inolvidable atención, que
hacía que ese momento fuera sólo e inexcusablemente para quien tenía sentado
frente a él.
El honor del doctor, como acaba advirtiendo dicho juramento,
es que utilizó sus conocimientos a favor de la humanidad. Y eso, en estos
tiempos de mercantilización y precarización, es todo un privilegio y una
enseñanza.
Gracias Doctor Abraira.
Gracias Doctor Abraira.
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