Hacía mucho tiempo que no visitaba una cárcel de menores (eufemísticamente llamados centro de reforma de menores) acompañando a un muchacho que tiene que cumplir una medida privativa de libertad: 72 horas en dicha cárcel por robar unas camisas...
La llegada fue desconcertante. Sobre todo la sorpresa del adolescente:
-"esto es una cárcel..."
- claro, dónde pensabas que venías? respondí
- no sé, en el juzgado me dijeron que era un "centro", pero esto es una cárcel...
Ese fue el primer impacto que el adolescente sufrió al bajar del vehículo y encontrarse en una calle enrejada y toda rodeada por concertinas en la parte superior.
En la entrada nos encontramos un guarda de seguridad. Los modos imperativos, esos que facilitan la invisibilidad de tener los cristales tintados de fuera hacia adentro, hacen que el nervio -no sólo ya en el muchacho, también en mí- vaya emergiendo. Se me agolpa la pregunta: ¿en qué estoy colaborando?. No sé si acertada o equivocadamente, dicho acompañamiento intenta remediar un mal mayor con una ¿medida peor?
El vigilante anónimo -por un pequeño ventanuco- dice que la documentación del muchacho no vale. Es un joven migrante y el único documento de identidad que tenemos es el pasaporte. "Está caducado", espeta el anónimo vigilante. Le grito -la posición en la que en estos lugares hacen hablar por dichos ventanucos son extremadamente irracionales- que no debe haber problemas. Que esa es la documentación con la que se le detuvo, se le enjuició y condenó. Que no creo que sea -tener el pasaporte caducado- impedimento para cumplir la condena "¿educativa?". Insiste el vigilante, en su torpe castellano, en la caducidad del documento. Le digo que entiendo que esa no es su competencia y que, por favor, llame a algún responsable de dicha cárcel para intentar hablar con él. Es curioso, además, porque durante 10 años a nadie de la Administración con quien este muchacho ha tenido contacto, parece haberle preocupado la caducidad de su identidad. Ni siquiera al juez que le condenó.
Inmediatamente -sin que aparezca nadie más- nos dice, ya pueden entrar...
El joven -futuro preso- está atónito. Parece haberse encasquillado en un mantra que repite sin cesar: -"esto no es un centro, es una cárcel"-.
Centro tipo cárcel menores "Valle Tabares" |
Volvemos a llegar a otra puerta -en el recinto hay tres centros privativos de libertad diferenciados- donde por un telefonillo nos dicen que esperemos que bajan a buscarnos.
Aparecen dos personas jóvenes. Así parece otro guarda de seguridad, ya que lleva tapada media cara con una de esas "bragas" tan modernas que los policías y ladrones han puesto de moda para ocultar su rostro... La otra, una joven educadora que nos acompaña dentro del centro.
Una vez en el interior nos conminan a desprendernos de todos los objetos metálicos ya que -por seguridad- no se puede entrar ninguno de ellos al mismo. Una vez depositados estos en la taquilla nos pasan por un arco de seguridad. piiiiiiiii retumba la máquina a mi paso. Vuelvo a intentar pasar en silencio y la estruendosa máquina vuelve a advertir con su insoportable zumbido: piiiiiiiii El jóven vigilante, tenso ya conmigo, coge la raqueta detectora y me la restriega por todo el cuerpo... piiiiiiiii vuelve a provocar mi enorme trasero al deslizarse, por susodicha parte, la raqueta. -¡ah, la cartera! digo con sorpresa.
El guarda joven me dice que no puedo entrar nada. Contesto que ahí llevo mi documentación. Que al menos, entiendo, mi DNI siempre tendrá que venir conmigo. !NO, nada puede pasar¡, me espeta con la misma severidad que su compañero de la garita callejera. Me niego a dejar mi documento, advierto que parece una desmesura, en un centro publico, que no pueda pasar siquiera con mi DNI.
Como en muchos siniestros lugares de estos, en ese momento aparece un señor, más mayor que los trabajadores presentes, desbordados sus brazos de papeles y me espeta -sin siquiera mirarnos a los ojos- -mire esto es lo que hay. Es el protocolo. Si no quiere, sálgase usted y que el chico entre sólo. Con las mismas malas formas, se da la vuelta y se va, dejándonos ahí plantado con mi furia y la firmeza del guarda joven. El muchacho, cuyos ojos parece van a saltar de sus órbitas ante semejante espectáculo, sigue callado y contrariado al otro lado del arco de seguridad que marca la frontera entre mi acompañamiento o su soledad.
Además de pensar que este personaje, mal encarado, era el director de dicha cárcel y que desde luego no pensaba dejar sólo al joven acompañado, trago mi indignación, encierro la documentación en la taquilla cedida con las demás pertenencias y accedo al despacho donde tendrá lugar la reunión con la joven educadora que nos acompaña. Educadora que, una vez cerrada la puerta de metal tras nosotros, que tiene una ventana de cristal por donde se ve al joven vigilante de seguridad, comienza a darnos explicaciones de los protocolos de seguridad y la necesidad de aceptarlos por el buen funcionamiento del centro. Cómo no, aparece el mantra de la seguridad contra la normalidad. Esta también me invita a decidir entre "achantar y asumir" o salir del despacho dejando al joven solo. Cosa que, lógicamente, no hago.
Comienza la entrevista. Aparece otra joven educadora que se incorpora a la reunión. Ponen sobre la mesa unos papeles que contienen los objetivos que la privación de libertad ha de lograr sobre el joven y que éste debe firmar asumiendo su consentimiento y compromiso de lograrlos. Y todo en 72 horas, que es el tiempo que durará la medida educativa privativa de libertad.
Surge el segundo obstáculo de disconformidad por parte del menor: -si no se puede fumar, yo no me quedo. Las educadoras intentan hacerle entender que eso es imposible, que la legislación no permite fumar en lugares públicos, que el protocolo y que es menor... El asustado y desconcertado joven no entiende -ni queremos entender- ese lenguaje tan aséptico y lejano a nuestras realidades cotidianas. Curioso que sea menor para poder fumar y no lo sea para reclamar que alguien se ocupe de que viva en una casa digna, que pueda ducharse todos los días y cuyo horizonte vital sea un poco más halagüeño que la velocidad del Ave que transcurre a menos de 100 metros de donde mal vive. Para estas desidias administrativas, ser menor, no es importante!!!
La educadora instructora, la joven que nos acompañó desde el inicio, le advierte de la obligación que tiene de firmar dicho protocolo de consentimiento y compromiso. El joven no entiende. El lenguaje es tan importante para asumir responsabilidades. El problema del muchacho -poder fumar- es tan lejano a los protocolos, indicaciones terapéuticas o medidas judiciales que puede llegar a truncar -por una nimiedad que nos parezca a los adultos que no fumamos- el futuro inmediato de un adolescente.
Incrédulo me mira y espera mi aprobación o la contraria para firmar dicho papel. Intento explicarle lo que en ellos pone y las consecuencias jurídicas que puede tener no firmar y decidir marcharnos de ese lugar. Pero en cualquier caso, ante la ominosa mirada de la joven educadora, insisto en que es él quien tiene que decidir si firma y cumple dicha medida privativa de libertad en esa cárcel, o no y tenemos que volver a intentar negociar con el Juez. Finalmente, entendiendo ya que no son dos fines de semana -seis días- sino 72 horas seguidas, decide firmar y seguir adelante con el fin que nos llevó a esa cárcel de menores.
Reiterados los protocolos y normas, con la firma ilegible del adolescente, se da por concluida dicha reunión. Me toman los datos como acompañante y responsable del muchacho -el menor de edad vive sin sus padres- ya que soy quien le acompaña y quienes le llevaremos el día indicado para comenzar esta medida educativa de privación de libertad. Salen a fotocopiar los documento de identidad y vuelve una mujer muy alterada diciendo: -soy la directora de este centro. Usted no es nada de este menor, no puede estar aquí. Esto es todo una irregularidad. Yo asumo las consecuencias...
Mi sorpresa y sonrojo sólo me deja balbucear que, de los ahí presentes, soy el único que tiene algo con este menor. Y que además no se preocupe, que es sanísimo para las instituciones cerradas y los profesionales que en ella trabajan cometer de vez en cuando alguna irregularidad en favor de los adolescentes ahí privados de libertad. Que yo, la digo, lo hago muy habitualmente.
La directora, irregularmente alterada, no entiende mi sorna ya que abandona muy contrariada el despacho reiterando que ella asume las consecuencias; (aún me pregunto cuáles pueden ser estas¿?).
La educadora llama por el interfono del despacho para que el vigilante, en el pasillo al otro lado de la puerta metálica, nos abra y poder salir. Recogemos nuestras pertenencias y salimos de dicho lugar nuevamente acompañados por la joven educadora y el vigilante enfundado en su braga anti-reconocimiento facial
Sigo sin entender, ni mucho menos querer aceptar, un sistema lo más contrario a cualquier principio educativo como son estas cárceles de niños y niñas. En ellos, en los muchachos privados de libertad, y en los trabajadores callados de los mismos nos jugamos gran parte de nuestro futuro democrático y en libertad.
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