La mañana tuve otra visita. Una casa de acogida de mujeres víctimas de trata humana que son acogidas por otra gente singularmente entregada y humanizadora. Igual que la brecha abierta en medio de la cadena montañosa que vimos hace un rato, hay vidas atravesadas por esas heridas que causa la maldad de algunos seres humanos. Grietas que revuelven las entrañas y pretenden secuestrar lo mejor de unas mujeres pobres, negras, bellas y esclavas de la inhumanidad de quienes las explotan, las trafican y lo consienten. Esa mujer que, además de estar agradecida a quien -después de años- posibilitó encontrarse con su hija, también traficada y tratada, no hace más que sonreír sorprendentemente ante la invitación de salir al campo. Sonriente al verse agradecida, en su pequeña hija, con los pequeños regalos que la acercamos a la casa de acogida.
Hay que ver que grietas provoca la existencia. En la tarde maravillosa por su grandeza y en la mañana espeluiznante por el dolor. Y sin embargo, me parece sentir que la vitalidad de ambas se asemejan en el resquicio que la vida va abriendo en ambas realidades. El barranco verde y fresco y la mujer traficada y explotada sonriente y empeñada en restaurar esas heridas que debe crear, no sólo ser traficada, sino además extirpada, por esas malditas redes de trafico humano, durante unos años de su propia hija.
Así es nuestra vida, en medio del dolor y la desesperación, emerge tanta vida, esperanza y capacidad de reverdecer que, no sólo cargamos las baterías, sino que además seguimos siendo atizados por esas lecciones de humanidad y misterio que se nos presentan por muchos rincones.
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