Hay ocasiones en las que “la hora” de hacer algo –comprometerse, ser solidario…- parece no llegar nunca. Somos dados a cronificar actitudes. Marcamos tiempos para casi todo. Nos cuesta mantener una actitud vital de compromiso, coherencia, solidaridad, implicación.
Un ejemplo de esto sería la entrega el pasado viernes de más de 6000 firmas al presidente del Congreso de los diputados mostrando nuestro enérgico rechazo a la reforma de la Ley de extranjería. Resistencia concretada a dos cuestiones: la infracción grave y promoción de la permanencia irregular en España de un extranjero, que supone una clara criminalización de personas (familiares o no de la persona extranjera) y entidades solidarias que facilitan hospedaje, apoyo y manutención a inmigrantes sin papeles. La segunda cuestión es la sanción de “consentir la inscripción de un extranjero en el Padrón municipal, por parte del titular de una vivienda habilitado para tal fin cuando dicha vivienda no constituya el domicilio real del extranjero”. Convirtiendo esta sanción en un ataque al valor ético de la hospitalidad.
Se dice en dicha misiva al Presidente que está en juego la dignidad. Y esta no se puede rebajar o delegar. Nos jugamos, y mucho, nuestra ética ciudadana con semejantes reformas legislativas.
Otro ejemplo importante es el recuerdo de Monseñor Romero. En la celebración de ayer tarde, el testimonio de su vida sigue siendo un horizonte perseguible. Su continua actitud hacia los pequeños, pobres y desheredados le fraguó tales animadversiones que le costó la vida. Un compromiso vital y hasta el final. Pero en su memoria, como nos recordaban, no se puede tener como prioritario la canonización, o la reclamación de su persona, o la importancia de su titulo eclesiástico. Su memoria se hace realidad en todas las mujeres sacrificadas y martirizadas, en aquellos creyentes y no creyentes que entregan su vida, en todos los cristianos que anunciamos la Buena Nueva de Jesús. Por eso San Romero de América sigue, después de treinta años de su asesinato, siendo un acicate esperanzador de resistencia, lucha y compromiso con los últimos.
Sirvan estos dos recuerdos para volver a traer a colación nuestras actitudes. Es hora, como decía el poeta Celaya “de pasearnos a cuerpo”. De crear y cuidar la vida. Asumir que el conocimiento de la realidad y la implicación en ella nos complicarán la vida. Esa complicación nos trae signos de esperanza, luces no deslumbrantes de buenas noticias para quien las recibe habitualmente malas, razones suficientes para dejarnos la vida, como Romero, en medio del pueblo.
Un ejemplo de esto sería la entrega el pasado viernes de más de 6000 firmas al presidente del Congreso de los diputados mostrando nuestro enérgico rechazo a la reforma de la Ley de extranjería. Resistencia concretada a dos cuestiones: la infracción grave y promoción de la permanencia irregular en España de un extranjero, que supone una clara criminalización de personas (familiares o no de la persona extranjera) y entidades solidarias que facilitan hospedaje, apoyo y manutención a inmigrantes sin papeles. La segunda cuestión es la sanción de “consentir la inscripción de un extranjero en el Padrón municipal, por parte del titular de una vivienda habilitado para tal fin cuando dicha vivienda no constituya el domicilio real del extranjero”. Convirtiendo esta sanción en un ataque al valor ético de la hospitalidad.
Se dice en dicha misiva al Presidente que está en juego la dignidad. Y esta no se puede rebajar o delegar. Nos jugamos, y mucho, nuestra ética ciudadana con semejantes reformas legislativas.
Otro ejemplo importante es el recuerdo de Monseñor Romero. En la celebración de ayer tarde, el testimonio de su vida sigue siendo un horizonte perseguible. Su continua actitud hacia los pequeños, pobres y desheredados le fraguó tales animadversiones que le costó la vida. Un compromiso vital y hasta el final. Pero en su memoria, como nos recordaban, no se puede tener como prioritario la canonización, o la reclamación de su persona, o la importancia de su titulo eclesiástico. Su memoria se hace realidad en todas las mujeres sacrificadas y martirizadas, en aquellos creyentes y no creyentes que entregan su vida, en todos los cristianos que anunciamos la Buena Nueva de Jesús. Por eso San Romero de América sigue, después de treinta años de su asesinato, siendo un acicate esperanzador de resistencia, lucha y compromiso con los últimos.
Sirvan estos dos recuerdos para volver a traer a colación nuestras actitudes. Es hora, como decía el poeta Celaya “de pasearnos a cuerpo”. De crear y cuidar la vida. Asumir que el conocimiento de la realidad y la implicación en ella nos complicarán la vida. Esa complicación nos trae signos de esperanza, luces no deslumbrantes de buenas noticias para quien las recibe habitualmente malas, razones suficientes para dejarnos la vida, como Romero, en medio del pueblo.
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