Es curioso como muchos medios de comunicación ofrecen instantáneas de grandes urbes, al menos esta madrileña, donde los ciudadanos -que lo hacemos todo a tropel- hemos abandonado la ciudad, tumbado junto a los lagos existentes y apisonado el césped que con tanto esmero se cuida en los parques.
Pues hoy quiero hablar del juego.
En una sociedad tan electrificada y tecnificada como la actual, hay ocasiones en las que parece que los juegos "de toda la vida", "simples" o "comunitarios" no tienen cabida. Pues no es así.
Lo dicho, en un día de campo magnífico, pertrechados de la bota de vino, paseito campestre y ropas olientes al humo de la chuletada... hemos sido capaces, catorce personas, de pasar la tarde jugando con una pelota y dos paletas.
Escribientes, licenciados, jóvenes, niñas, hombres y mujeres, atletas y fondosos... todos juntos jugando alrededor de una mesa. El milagro: ganas, dos paleta y una bolita. Descubro cómo el juego es capaz de provocar simetrías que otras intervenciones técnicas y planificadas tienen tan difícil de avivar. Las personas tenemos ciertos subterfugios esplendidos de originar relaciones de complicidad cuando se trata de disfrutar y no competir. Emergen conductas "salvadoras" -para que no se elimine al contrincante- cuando a través del juego impera pasar un rato juntos y no machacar al contrincante porque, estos, no existen.
En fin, jugar juntos para disfrutar, crecer, vincularnos, rozarnos y achucharnos es una experiencia vital que recomiendo a todos aquellos que tengan en sus manos cualquier tipo de relación educativa, familiar o social que le importe o interese.
El juego así, simple, espontáneo, sin competitividad nos proporciona una cantidad de afectos y efectos que, más allá del sol pegado a nuestra piel, es difícil con el tiempo de olvidar.
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