lunes, 28 de enero de 2013

¡que horror! ¡que dolor!

CIE Aluche, Madrid

Acudo temprano a visitar a dos de los jóvenes arroyados por la patrullera de la guardia Civil el pasado día 13 de Diciembre, que han sido trasladados al CIE/prisión de Madrid desde el CIE de Las Palmas de Gran Canaria –Barranco Seco- con el fin de ser expulsados mañana mismo a Marruecos.
La mañana está destemplada. Encamino la avenida de los poblados, con tanta significancia de cuando acudíamos a visitar a personas presas en la vieja cárcel de Carabanchel, siguiendo un reguero de  ciudadanos no comunitarios que, en fila ordenada, parecemos ir todos al mismo sitio. Las dependencias policiales de Extranjería de Madrid.
A mi izquierda, como bofetón  agresivo que me enerva, leo, colaborando en hacer más grande, si cabe, el muro de la prisión (CIE) “reconciliate con dios”. Hay que ver qué mal gusto tienen esos evangelizadores del pesimismo.  Pensarán que quienes son responsables de la existencia de esos guantánamos europeos han venido en alguna ocasión por aquí. Ellos, los que inventan fronteras, construyen muros, edifican cárceles y despojan al ser humano de lo mejor que posee... ellos son quienes están necesitados de reconciliación y ¡!!Perdón¡¡¡
cartel publicitario Avd. .Poblados

Sigo obedientemente la marea ciudadana hasta la entrada en el CIE. Los colores de la vestimenta se mezclan con los distintos aspectos de quienes esperamos una larga cola. El frío amaina y la larga espera, para entrar en el centro de extranjería, va traspasando el arco de seguridad donde un joven agente de la policía nacional va tratando de manera desconsiderada a quien el arco de la lentitud le va detectando que lleva algo de metal y emite un sonido desagradable.
Logramos traspasar este primer control y, en medio de un gran patio, las colas de ciudadanos vuelven a producirse. Dicho patio hace funciones de distribuidor: usted a esta para recoger su NIE, usted a aquella para poner las huellas, usted qué quiere –le increpa un agente de policía un señor de color que no parece saber mucho castellano-, usted tras esa carpa accede al CIE y ya le atenderán mis compañeros.
Efectivamente, entre gentes que no entienden que tú atravieses colas sin esperar, por un callejón angosto entre el muro de la prisión/Cie y la carpa de espera llego a la entrada del CIE. Todo despejado, sin nadie a quien preguntar y varias puertas que franquear. Tras una de ellas encuentro a una muchacha, de aspecto juvenil  -vestida con el uniforme policial-  detrás de una mesa baja, entre identificación e identificación, va aprovechando los tiempos muertos para estudiar “árabe”. Su sonrisa y su cara relajada provocan que el diálogo surja sin problemas (menos mal, me digo, después de haber visto tantos rostros doloridos de inmigrantes a las puertas  y serios y mal encarados de policías organizando al personal…). Al preguntarle las razones de su estudio, sonriendo, me dice “es importante saber árabe aquí dentro”.
Su sonrisa fugaz da nuevamente paso a las caras uniformadas de policías que, esa es mi sensación, parecen estar todos cabreados. Para acceder a los locutorios del CIE/prisión, hay que “tocar el timbre de la puerta y esperar a que le atiendan”, como señala un cartel bien grande pegado en la misma puerta. Eso hago y al abrirse la puerta, otro joven policía uniformado me pregunta “qué quiere”… No acierto a comprender si serán muchas las llamadas que recibe esa puerta para algo distinto que abogados o personal solidario de organizaciones sociales autorizadas podamos visitar a ciudadanos cuyo delito, para estar privado de libertad, es no tener papeles de estancia regular en España. Lo mismo que si me pillan sin carnet de conducir, llevando un vehículo por la carretera.
Este triste joven policía, escondido en una especie de gran pecera abierta por dos lados, me pide nuevamente mi documento de identidad. No acabo de entenderle puesto que ya llevo en mi pecho una pegatina que, tras identificarme con el DNI, la simpática y agradable señorita policía me había entregado en la planta inferior. En fin, será por seguridad, me digo internamente para encontrar alguna razón. La porra profesional ocupa un lugar destacado en dicha estancia. Será para dejar claro quién es la autoridad.
Otro nuevo disgusto parezco provocarle al agente. Sólo sé el nombre de quienes voy a visitar. En el CIE/prisión las personas no tienen nombre. Solo se les trata y se refieren a ellas con un número previamente asignado a la entrada. Debe ser muy trabajoso cotejar el nombre de quienes voy a visitar con el número asignado porque el agente me mira con una cara… para pocas bromas.
Me asignan un locutorio, menos de un metro cuadrado, con un gran ventanal que el triste agente abre una vez he tomado asiento. Esa ventana es la marca entre la libertad y la prisión. Una ventana señala la diferencia entre la opulencia y la miseria de quien ha venido a Europa huyendo del hambre, la guerra y la miseria. Una larga fila de mesas de metal incrustadas en el suelo determinan quien habita la legalidad y quien transita la indocumentación.
Personal de cruz roja, con sus uniformes impolutos, van pasillo arriba, pasillo abajo. Es verdad que no conozco sus funciones –seguramente loables- pero siempre queda la incógnita acerca de esos trabajos progubernamentales que desarrollan algunas oeneges.
Con ese sentimiento “agridulce” (siempre me supone, poner rostro a las personas, un compromiso personal al que luego no puedo renunciar) aparece el primer joven marroquí a quien voy a visitar. Ya el triste agente policial ha gritado su número indicándole el número de locutorio donde tiene que ir. La primera mirada dice mucho: sorpresa, resignación, descoloque… es lo que me dice sus tiernos ojos. Aparece el primer problema de comunicación: no sabe castellano, yo no sé árabe. Vaya diálogo imposible. Previendo dicha situación habría preparado –en árabe- algunos datos personales míos y algunas preguntas sobre él que, gracias al traductor de internet, llevaba impresas en un papel. No sé si la traducción era mala o su conocimiento del árabe leído era precario. El caso es que se me ha hecho larga la espera de su lectura. Al final, el muchacho con ojos más conciliadores y confiados me dice que “mejor viene su amigo que sabe español”. Ahí termina la primera entrevista con este joven cuya patera, en la que intentaba entrar en Lanzarote, fue arrollada por la guardia civil.
Vuelve a sonar la voz seca del agente triste, declamando el número del segundo muchacho. La misma operación: le indica la cabina a la que dirigirse. Ahí está. Sus ojos denotan más tranquilidad y confianza. En un precario castellano me explica, tras mi presentación, cómo ocurrieron los hechos. El recuerdo de sus compañeros muertos le desborda los lagrimales. Está intranquilo por el paradero de uno de los ocupantes que fue fuertemente herido pero salvó la vida. Le informo que estuvo semanas hospitalizado, con una fuerte contusión craneal pero que ahora, fuera ya del hospital, se encuentra mejor. Que le tienen loco con la determinación de la edad. Al hacerle pruebas dio primero que era mayor de edad: se queda en el CIE/prisión de Barranco Seco, en Las Palmas, luego que era menor: a un centro de protección; luego vuelve a ser mayor: al CIE/prisión. Me cuenta de su vida: nueve hermanos, el padre mayor sin trabajo. En su expulsión le preocupa la presión y persecución policial marroquí al ser de Sidi Ifni cerca ya del Sahara de donde –dice- les consideran a ellos. Teme porque maña día 29 les han dicho que les expulsan, vía aérea, a Marruecos, a Tánger. Esa ciudad dista 960 kilómetros de su casa. La desesperación se hace presente en el puñetazo que da sobre la mesa anclada al suelo. Se emociona cuando le digo que hay una abogada –amiga y solidaria- que está intentando gestionar ante el Juzgado la paralización de este esperpento. Me pide, con los puños gesticulando al boxeador, que lo intentemos. No quiere volver a su país, tiene miedo y angustia. No es la primera vez que lo ha intentado, y como grito silencioso de dignidad, me dice que piensa volver a intentarlo para hablar con un juez y explicarle qué ocurrió aquella fatídica noche. Se pone de pie y, tambaleándose como si en la cubierta de la patera en alta mar se encontrara, intenta explicar que ellos decían “stop stop alto alto” según veían cómo el foco de la patrullera de la guardia civil iba restando metros de distancia ante ellos. Sus manos se alzan a la cabeza, simulando el fuerte encontronazo entre la patrullera y el inestable cayuco en el que venían 25 jóvenes de los que sólo hay 17 supervivientes.
Es tremendo como este dolor sin razón parece haberse establecido en nuestra sociedad sin pena ni gloria. Asistimos a la existencia de estas prisiones de la misma manera que el sol se oculta temprano porque estamos en invierno. Parecen todo causas naturales: la miseria, la huida, la privación de libertad, la criminalización, el abandono, la expulsión...
Intentando mostrar entereza y seguridad le repito, casi balbuceando e inconscientemente pidiendo disculpas por cómo les tratamos, que haremos todo lo posible por paralizar su expulsión. ¿Es engaño o necesidad de despedirnos de manera esperanzada? El tiempo lo dirá. Le apunto mi número de teléfono, también el de las letradas y, sin querer contemplar su despedida, mientras él marcha, comienzo a recoger mis papeles traducidos como ritual aséptico y anestesiador.
entrada CIE Aluche
Emprendo la marcha de dicho lugar. Me reconozco enfatizando las gracias a los tristes y jóvenes agentes de policía cuando me abren la puerta de salida. Ante tanto mal trato institucional, siento la necesidad de formalizar mi disconformidad con él intentando ser lo más educado y cortés posible.
Bajo la escalera, como en una nube de dolor e incomprensión, e inmediatamente me encuentro a la joven policía simpática que con su anónimo gesto amortigua la desazón que la visita a estos jóvenes me ha creado. La salida del centro de extranjería se me hace larga. Necesito recorrer ese patio, que separa la cárcel de la calle, con rapidez sintiendo que atrás queda la ignominiosa criminalización que a unos ciudadanos -cuyo efecto salida- les hace poner en jaque su vida, precisamente, para conservarla.
 La lejanía del CIE/prisión sigue teniendo que sortear una larga cola de inmigrantes no europeos que necesitan arreglar sus papeles. La mirada, tras la verja, de los colores con que se revisten los muros de esta cárcel es una paradoja del cinismo democrático en el que vivimos: pretender licuar el dolor de la injusticia con la estética de los azulejos.

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