viernes, 11 de octubre de 2019

No debe andar el mundo con el amor descalzo...




Acabo de llegar de la sede del SAMUR Social del Ayuntamiento de Madrid. El espectáculo es tenebroso. Ralla lo esperpéntico. Revela lo inhumanos que, como sociedad y colectivos, podemos llegar a ser.
La realidad parece desbordar cualquier documental que se pudiera prever sobre la pobreza y exclusión en la capital de un país al que algunos denominan “primer-mundista”, en una Europa claramente capitalista, tremendamente deshumanizada y deshumanizadora.
Todo en la misma acera de dicha institución, ya que el nuevo gobierno municipal, en cuanto llegó, utilizó el enverjado del edificio para no permitir que las personas abandonadas y sin acogida pudieran permanecer, al menos, al cobijo del soportal que franquea la entrada a dicho edificio.
La situación que nos encontramos es la siguiente:
- Dos familias grandes, de 6-7 personas, que llevan aquí afuera –en la calle, sobre la acera- dos y tres días.
- Una pareja de personas de mediana edad que llevan tres días en calle; la mujer está enferma y ayer estuvo en urgencias.
- Otra familia más, a la que conocemos desde hace días y que hemos podido acoger, se acaba de ir ahora después de llevar aquí desde las 9 de la mañana y no haber conseguido -ni siquiera- ser atendida porque no tienen traducción en su idioma.
Ahí se encuentran recluidos entre la verja, su pobreza y la indiferencia, un hombre diabético que hace días no toma su imprescindible medicación. Una mujer, con su criatura, que da vueltas y vueltas a unos papeles desvencijadas. Otra mujer, enferma, que clama en distintas ocasiones al seguridad de la verja que la deje entrar al baño. La respuesta es que no le llega la autorización para permitirla el paso al baño. Unos niños que, inocentes, le dicen a un ángel vecino que aparece por ahí si les puede bajar algún cuento infantil para hacer más liviana la noche. Todos sobre el suelo. Teniendo como único escudo para el previsible frescor nocturno una mantas térmicas que dicho ángel vecino se encarga, altruistamente, de repartir entre estas víctimas silenciosas.
Paralelo a este camastro colectivo, en la misma calle con la misma acera, los turistas, transeúntes y trabajadores de dicho organismo –que salen de turno- se trasladan de un lugar a otro de forma impertérrita, como si el drama paralelo a sus andares no tuviera nada que ver con su existencia.
Y la vida pasa. Como pasa el tiempo, como pasan las calamidades –espera quien las sufre-.
Le proponía esta tarde al Concejal responsable de los pobres en Madrid que debieran proclamar “situación catastrófica municipal” ante lo que está ocurriendo. Pero ¿de quién será la responsabilidad? Mi experiencia me recuerda que cuando algo es de todos, las posibilidades de su descuido son mayores. No es esto un canto –en absoluto- a la propiedad privada. Es la constatación de nuestras responsabilidades personales –y también colectivas- de quienes conocemos esta realidad. Y desde luego de quienes, voluntariamente, pretenden no conocerla.
Decido marchar, no sé hasta dónde puedo llegar. A dónde debo llegar?
Recojo a esa familia acogida en la parroquia que llevan desde las 9 de la mañana sin ser atendidos por nadie y emprendo el viaje a mi coche. Me topo, casi sin darme cuenta, con ese magnífico monumento que es la basílica de San Francisco el Grande. Cuánta luz, junto a vidas tan apagadas. Cuánto espacio vacío junto a lugares tan inhóspitos. ¿Que diría aquel pequeño trasto de Asís ante esos templos tan desalmados por no estar a disposición de los pobres? ¿Qué diría el tal Jesús al comprobar, escandalosamente, que
 “A esta hora exactamente,
Hay un niño en la calle....
¡Hay un niño en la calle!”

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