sábado, 29 de diciembre de 2018

Despedida de mi Padre!!!


Quizás sean las palabras más difíciles, hasta la fecha, que he escrito. Pasados ya los momentos de las primeras emociones en la despedida inmediata a mi padre; en medio de unas fechas que nos imponen la fiesta y la alegría; con las incertidumbres de seguir preguntándome –y preguntando al buen Dios- ¿por qué?... os expreso mis sentimientos ante la despedida, de nuestro padre Luis, vuestro amigo, vecino… y de todos: maestro.


Nos hablaba la primera lectura, del libro de los Hechos (10,34a.37-43), acerca de la misión de quienes venimos detrás, quienes seguimos caminando por este mundo: “… predicar al pueblo…”. Predicar no es sólo -ni principalmente- “hablar”. Predicar supone escuchar, callar, escudriñar la realidad y vivir conforme a aquello que creemos. Si algo nos ha dejado mi padre, precisamente, es su prédica. Un discurso ayuno de palabras, sin grandes argumentaciones teóricas. Su estilo de vida: sencillo, cargado de amabilidad y pasión en agradar a los otros, especialmente a los más pequeños… Ese esmero diario en hacer un castillo de arena, que cronificaba sus estancias en la playa de Daimus. Que cada día fuese distinto y, a la vez, preocupado por los pequeños detalles. Afán que le llevaba a reconstruir continuamente esa escalera torcida, esos churretes de arena descompuestos o esa entrada pequeña que no dejaba, después, a sus pequeñas ayudantes colocar las princesas de colores que embellecían, aún más, esas efímeras obras de arte. Como Pedro recuerda a sus amigos y amigas la historia de Jesús, también nosotros tenemos la obligación vital (esa que nos liga al otro) de recordar a mi padre desde esta capacidad que nos brindó: hablar con el silencio del servicio, del ponerse a disposición de la felicidad del otro… Eso es lo que en esta tarde estamos celebrando. La Resurrección no es un concepto etéreo que no sabemos explicar. La resurrección es una experiencia que atraviesa nuestra vida haciendo presente a quienes pasaron por este mundo haciendo el bien y ya no están físicamente entre nosotros. Pero su resurrección, como la del mismo Jesús, es esa certeza no demostrable empíricamente de que mi Padre, como tanta otra buena gente, nos guía e ilumina desde ese lugar atemporal al que llamamos cielo. Como bien sabe su nieto pequeño cada vez que miremos al cielo y veamos una estrella, es su señal, como aquella que alumbró a los Magos de Oriente para encontrar el pesebre donde nació Jesús.

Quiero quedarme, esta tarde, en el detalle de las “vendas”, que el Evangelio de Juan (20,1-9) muestra insistentemente. ¿Qué son esas vendas de las que nos habla este Evangelio? Es la memoria. Esta no se puede borrar porque entonces, como diría el amigo Luis García Montero, “sólo queda la mentira”. Hacer memoria de mi padre es intentar vivir como él nos enseñó –con su vida- a vivir.
·      Preocupado de lo pequeño, de aquello que parece no tener valor y, dependiendo de en qué manos encontrarse, ser imprescindible para la tarea. ¿Recordáis los palitos de madera de los polos de helado? Una miniatura nimia, pero imprescindible para la construcción de sus castillos de arena. O de los motores viejos y desechables de las lavadoras. ¿A quién se le ocurriría almacenarlos? Fijaros, una pieza fundamental en el río de los preciosos belenes que, junto a sus amigos, nos hicieron disfrutar durante tantos años en su querida parroquia. La preocupación por lo pequeño, por aquello insignificante a los ojos del poder –cualquiera que este sea- puede convertirse en un canto a la vida, a la belleza, al disfrute… Si en nuestro mundo fuésemos capaces de cuidar lo pequeño, de aquellos cuyo mundo capitalista desecha… no sólo el mundo seria un lugar más habitable, sino que para quienes creemos en el Dios de Jesús, sería la confirmación de estar actuando como Él nos invitó.
·   Disfrutar, disfrutando. Quien no recuerda esas pasiones que mostraba en hacernos felices con su propia Felicidad. Nuestra Felicidad era causa de la suya. Los viajes, para los que no había pereza ni escasez de tiempo. Las partidas de cartas, fuese el juego que fuese, con contrincantes buenos o mejorables. Esa continua disposición a jugar al futbol, echar unas petancas o preocuparse de sus compañeras veraniegas de gimnasia en la playa. O aquellas largas jornadas pre-reyes en la tienda de electrodomésticos donde además de trabajar profusamente siempre se ocupaba de que todos comiésemos o hubiera bebidas para cercanos y lejanos. O recordar aquellas mañanas de frío invierno en las que acudía a ver a su nieto mayor jugar al fútbol cargando un termo de caldo “con unas gotitas de coñac” que él mismo había preparado para los pequeños jugadores y sus familiares.
·      Amar, amando… como si fuese un continuo aprendiz adolescente en esta tarea tan profunda y delicada como es el Amor. No sólo que estaba “embelesado” con mi madre -a quien quiso tanto como fue capaz de decirla en sus últimas palabras- sino a todos aquellos con quien se cruzó en nuestra vida. Amor que ejerció en esas funciones paternales en la crianza de su nieta pequeña. Amor que brindó a su nieta mayor sintiéndose orgulloso “con ella” de ir de compras –cosa que odiaba- y recorrerse tiendas para encontrar aquello que buscaban. Amor que le hizo crear playas en tierra secana, en Cadalso, con arena de playa, para construir castillos a su nieto pequeño en el frío invierno de la sierra madrileña. Pero además un amor, al estilo del Dios de Jesús, que no conocía razones biológicas pero sí razones del corazón. A cuantos chicos de nuestras casas: expresos, con problemas con las drogas, migrantes… ofreció su cariño, siendo acogido por estos como abuelo y quienes han llorando su partida, como unos nietos más, desde la distancia. Amar no desde equidistancias estériles, sino desde el servicio, la cercanía y la entraña más profunda. Ese Amor que construye humanidad y lugares habitables.

Estos retazos de la vida son aquellas vendas que los discípulos encontraron, en el suelo, cuando fueron a buscar al Jesús muerto y Resucitado.

María fue la primera que advirtió que el mismo Jesús había resucitado: “llegó y vio la losa corrida” dice el texto del Evangelio de Juan. Como María, desde la certeza de buscar a Jesús entre los muertos y encontrarle Resucitado, así nosotros nos unimos a ese canto del Salmo (117): “Éste es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo” , no porque el dolor por la marcha de Luis se haya extinguido, cuanto por la convicción de que su memoria es vivificadora en nuestro caminar y en la existencia que a cada uno de nosotros nos quede en este Mundo.

Dice un poema de Mario Benedetti: “Me queda tu sonrisa dormida en mi recuerdo y el corazón me dice que no te olvidaré”. Pues que la sonrisa de mi padre, su sentido del humor y del amar, sea esa huella indeleble en el corazón de cada uno de nosotros que nos haga no olvidarle jamás.

No hay comentarios:

Publicar un comentario